Comentario Pastoral

¡FELIZ AÑO LITÚRGICO!

Hoy comienza el nuevo Año litúrgico, el conjunto de las celebraciones con las cuales la Iglesia conmemora anualmente el misterio de Cristo. Adelantadamente, si se compara con la medida del ciclo solar que propicia el año natural, la Iglesia empieza hoy a girar en torno al Sol sin ocaso, que es Cristo Jesús. Por esta razón, este primer día del año litúrgico no debe pasar inadvertido para el creyente. Hay base para exteriorizar y compartir los deseos de felicidad que nacen de la fe, la esperanza y el amor cristiano.

El tiempo litúrgico se apoya en la ciclicidad del tiempo cósmico, pero la supera porque no asume los ritmos marcados por la naturaleza, los astros o la vegetación. Es una síntesis entre el movimiento circular del tiempo sagrado natural y el avance lineal de la historia actualizada de la salvación. La verdad y autenticidad del tiempo litúrgico descansan en el equilibrio entre la dimensión humana y visible y la dimensión divina y mistérica.

El tiempo litúrgico se repite, como en una espiral progresiva que va hacia la meta definitiva del encuentro con el Señor. Así lo afirmaba Odo Casel: “Como un camino corre serpenteando alrededor de un monte, con el fin de alcanzar poco a poco, en subida contínua y gradual, la cúspide, así también nosotros debemos recorrer en un plano cada vez más elevado el mismo camino, hasta que alcancemos la cumbre, Cristo, nuestra meta”. Este repetirse de las celebraciones, año tras año, ofrece a la Iglesia la oportunidad de un contínuo e ininterrumpido contacto con los misterios del Señor.

Los acontecimientos de la vida histórica de Cristo, conmemorados por el año litúrgico, no son propuestos simplemente a la meditación de los fieles como ejemplos que hay que imitar, sino como signos eficaces de salvación realizados por el Cristo histórico y hechos ahora presentes en el “hoy” de la celebración litúrgica, no en su materialidad histórica que pertenece a un pasado irrepetible, sino en su perenne eficacia salvífica.

El año litúrgico es, pues, una Epifanía de la bondad de Dios, una evocación eficaz de cuanto ha realizado Jesucristo para salvar al hombre, partiendo de su muerte redentora y de su resurrección, que es el sacrificio pascual de los cristianos. El año litúrgico no es, por lo tanto, una secuencia de misterios aislados, una presencia estática del misterio de Cristo, sino una vertiente existencial, que se convierte en dinámica de comunión-comunicación, es decir, en vida de la Iglesia.

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Isaías 63, 16c-17. 19c; 64, 2b-7 Sal 79, 2ac y 3b. 15-16. 18-19
san Pablo a los Corintios 1, 3-9 san Marcos 13, 33-37

 

de la Palabra a la vida

El evangelio según san Marcos asume desde hoy y durante todo el nuevo año litúrgico (con un breve paréntesis veraniego para san Juan) la guía a través de la Palabra de Dios y en el camino siguiendo al Señor.

Y la primera advertencia, como bien sabemos, al comenzar este tiempo de Adviento consiste en la vigilancia. La vigilancia tiene su sentido en la vuelta del Señor, en su segundo Adviento, el que esperamos, y se nos presenta hoy como una actitud a la que se ha desprovisto de todo su sentido trágico, dramático, de todo el conjunto apocalíptico y terrorífico: Solamente velad, pues no sabemos cuándo volverá el dueño. Sorprende, eso sí, el énfasis del Señor: “¡Velad!” Los gritos sirven para advertirnos y también nos sirven, desde hoy, para expresar el deseo de su vuelta: ¡Marana tha! ¡Ven, Señor Jesús!

En estos gritos se descubre una íntima confianza en el Señor. Su venida es como la venida de un padre, que todo hijo espera; así lo expresa la profecía de Isaías, al principio y al final: “Tú, Señor, eres nuestro Padre”, hasta tal punto que nosotros somos como arcilla y tú eres el alfarero, somos obra de tu mano.

Por eso deseamos que el cielo se rasgue para que de él venga nuestra agua, nuestra salvación. Esta imagen de los cielos que se abren para que germine el salvador aparecerá especialmente en la segunda parte del Adviento, pero ya aparece en este tema que tanto gusta a Isaías. Esa confianza en el Señor se realiza en la práctica de la justicia, se realiza siguiendo sus caminos, que no son nuestros caminos. Si recorremos este tiempo como tiempo para buscar su justicia, el Señor saldrá a nuestro encuentro.

Por eso, podríamos resumir en dos palabras cómo es la espera del Señor que se nos propone hoy: es a la vez optimista y exigente. Es optimista porque, decía san Pablo, “hemos sido enriquecidos en todo”: la Palabra, el conocimiento de Dios, todo tipo de dones espirituales que nos hacen capaces para, en medio de este mundo que desprecia todo este tipo de virtudes, caminar por los caminos del Señor. Es verdad: en muchos momentos la vida nos pone zancadillas inesperadas, ciega nuestros ojos con deseos y con sentimientos aparentes y nocivos a partes iguales, y seguir al Señor, creer en Jesús, no parece fácil. Y sin embargo, el Señor ha provisto ya para nosotros un barro moldeable, que se adapta bien a su Palabra: el camino se recorre haciendo su voluntad.

Así, el tiempo del Adviento comienza con un realismo animoso: el Señor nos da ánimo y nos invita a levantar la mirada de forma vigilante, evitando cualquier forma de instalarnos, de acomodarnos, de “no hacer”. No hay lugar para la angustia. Esto es el Adviento, un tiempo alegre para la Iglesia. ¿Qué me atormenta? ¿Qué no permite que viva mi fe con una cierta felicidad, incluso en medio de las dificultades propias? Las circunstancias que padecemos no nos deben hacer dudar, al contrario, nos llaman a afianzar la certeza de que el Señor volverá, fuerte, glorioso, dará a cada uno lo suyo, y por eso: “¡Velad!”

Aprovechemos la experiencia que nos brinda la celebración de la Iglesia. En ella, Cristo se pone por encima de toda circunstancia y aparece en medio de un pueblo que camina, débil y cansado, pero seguro de que en una buena dirección. Un corazón dócil se atreverá a elevar el corazón a la palabra de Dios y a gritarle: ¡Marana tha! ¡Ven, Señor Jesús!

Diego Figueroa

 

al ritmo de las celebraciones


Algunos apuntes de espiritualidad litúrgica

A los ministros sagrados se les confía de tal modo la Liturgia de las Horas que cada uno de ellos
habrá de celebrarla incluso cuando no participa el pueblo, con las adaptaciones necesarias al caso; pues la Iglesia los depura para la Liturgia de las Horas de forma que al menos ellos aseguren de modo constante el desempeño de lo que es función de toda la comunidad, y se mantenga en la Iglesia sin interrupción la oración de Cristo.

El obispo, puesto que de modo eminente y visible representa a la persona de Cristo y es el gran sacerdote de su grey, de quien en cierto modo se deriva y depende la vida en Cristo de los fieles,
deberá sobresalir por su oración entre todos los miembros de su Iglesia; su oración en la celebración de las Horas es siempre en nombre de la Iglesia, y a favor de la Iglesia y a él encomendada.

Los presbíteros, unidos al obispo y a todo el presbiterio, que también actúan de modo especial en lugar de la persona de Cristo sacerdote, participan en la misma función, al rogar a Dios por todo el pueblo a ellos encomendado y por el mundo entero.

Todos ellos realizan el ministerio del buen Pastor, que ora por los suyos para que tengan vida y para que sean consumados en la unidad. En la Liturgia de las Horas que la Iglesia pone en sus manos tratarán de hallar un manantial de piedad y un alimento para su oración personal, pero también deberán nutrir y alentar ahí la acción pastoral y misional con la abundancia de la contemplación para gozo de la Iglesia de Dios.


(Ordenación General de la Liturgia de las Horas, 28)

Para la Semana

Lunes 30:
San Andrés, apóstol. Fiesta.

Rom 10,9-18. La fe nace del mensaje, y el mensaje consiste en hablar de Cristo.

Sal 18. A toda la tierra alcanza su pregón.

Mt 4,18-22. Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron.
Martes 1:

Is 11,1-10. Sobre él se posará el espíritu del Señor.

Sal 71. Que en sus días florezca la justicia y la paz abunde eternamente.

Lc 10,21-24. Jesús, lleno de la alegría del Espíritu Santo
Miércoles 2:

Is 25, 6-10a. El Señor invita a su festín y enjuga las lágrimas de todos los rostros.

Sal 22. Habitaré en la casa del Señor por años sin término.

Mt 15, 29-37. Jesús cura a muchos y multiplica los panes
Jueves 3:
San Francisco Javier, presbítero. Memoria

Is 26,1-6. Que entre un pueblo justo, que observa la lealtad.

Sal 117. Bendito el que viene en nombre del Señor.

Mt 7,21.24-27. El que cumple la voluntad del Padre entrará en el reino de los cielos.
Viernes 4:

Is 29,17-24. Aquel día, verán los ojos de los ciegos.

Sal 26. El Señor es mi luz y mi salvación.

Mt 9,27-31. Jesús cura a dos ciegos que creen en Él.
Sábado 5:

Is 30,19-21.23-26. Se apiadará a la voz de tu gemido.

Sal 146. Dichosos los que esperan en  el Señor.

Mt 9,35-10,1.6-8. Al ver a las muchedumbres, se compadeció de ellas.