Cristo provoca una “admiración general”, como nos dice el Evangelio de hoy. Esto podría llevar a sus discípulos a pensar que la misión de su Maestro se iba a realizar con el aplauso y la admiración del mundo. Pero no es ese el camino escogido por Dios. Y quiere dejárselo claro, por eso les dice “meteos bien en los oídos estas palabras: el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres”. La redención del género humano se hará a través de esta “entrega” y ellos participarán de ella. En otros momentos Jesús les insiste, para prepararlos: “Os he dicho estas cosas para que no os escandalicéis. Seréis expulsados de las sinagogas; aún más, llega la hora en que todo el que os dé muerte pensará que hace un servicio a Dios” (Jn 15, 1-2). Así está previsto que den testimonio, no a través de la aclamación y el asombro del mundo, sino de la persecución. “Os echarán mano y os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a las cárceles, llevándoos ante reyes y gobernadores por causa de mi nombre: esto os sucederá para dar testimonio” Lc 21, 12-13).

Sus Apóstoles, sin embargo, “no entendían este lenguaje. Y les daba miedo preguntarle sobre el asunto”. Quizá a nosotros también nos escandaliza ser signo de contradicción y perseguidos de mil modos, a veces sutiles, por el nombre de Cristo. Pero “no se puede descender a componendas con el amor a Cristo, a su Palabra, a la Verdad. La Verdad es Verdad, no hay componendas. La vida cristiana requiere, por así decirlo, el ‘martirio’ de la fidelidad diaria al Evangelio, el valor para dejar que Cristo crezca en nosotros y sea Cristo quien dirija nuestro pensamiento y nuestras acciones. Pero esto puede suceder en nuestras vidas solo si es sólida la relación con Dios (Benedicto XVI, audiencia 29-8-2012).

La vocación cristiana tiene ese carácter martirial. San Agustín recordaba a los cristianos de su tiempo: “Todos los tiempos son de martirio. No se diga que los cristianos no sufren persecución; no puede fallar la sentencia del Apóstol (…): todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús, padecerán persecución(2 Tim 3,12). Todos, dice, a nadie excluyó, a nadie exceptuó. Si quieres probar si es cierto ese dicho, empieza tú a vivir piadosamente y verás cuánta razón tuvo para decirlo” (San Agustín, Sermón 6,2). Cuanto mayor es la persecución, mayor puede ser el testimonio. Mientras está en la tierra, la Iglesia “va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios” (San Agustín, De civ. Dei XVI, 52, 2), anunciando la cruz del Señor hasta que venga (cf. 1 Cor 11, 26). Es, precisamente en los momentos de persecución, cuando, como Cristo, somos “entregados en manos de los hombres”, nuestro testimonio se torna particularmente creíble y eficaz para suscitar la fe y transformar el corazón de los hombres. Esto ya pasó de modo particular en los primeros siglos del cristianismo, en los que todo un imperio se termina por convertir a Cristo. Dios, que nos conoce bien, cuenta con ello. No le pilla por sorpresa

María, Reina de los mártires, nos haga audaces y perder todo temor al mundo, para que su Hijo pueda salvarle.