Para recibir subvenciones, becas o cualquier tipo de ayuda, hay ciertos requerimientos estipulados, de manera que se puedan beneficiar de ellas aquellas personas que más lo pudieran necesitar. ¡Pero hecha la ley, hecha la trampa! Hay personas que llegan a alargar su situación de necesidad para seguir recibiendo ayudas, porque lo que reciben es muy bueno para ellas.
El mayor bien para el ser humano es la relación con Jesucristo, nuestro Redentor. Pero por un curioso motivo, parece que solo los justos y perfectos son los que pudieran relacionarse con Él. De hecho, en palabras atribuidas a Chesterton, olvidamos que la Iglesia es un hospital de pecadores y no un museo de santos. «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a que se conviertan» (Lc 5, 27-32) ¡Para poder ser tratados por Jesús es totalmente necesario que me reconozca enfermo! Al igual que los que reciben becas y subvenciones, el requerimiento estipulado para acoger y experimentar la misericordia eterna de nuestro Dios es justamente ser enfermos.
¡Que contrario a lo que uno puede llegar a pensar! La vida cristiana se puede mostrar como una carrera por quitarse de las imperfecciones para así poder gozar de la dulzura del Señor, pero no tiene nada que ver con eso. La vida cristiana es eso: seguir a Cristo cuando te llama, como a Mateo en el Evangelio de hoy. Y a Cristo solamente se le puede escuchar cuando nos reconocemos en nuestra verdad, aquella de la que nos habla el salmista: «soy un pobre desamparado» (Sal 85).
Entonces puedo dar el giro, y no fijarme tanto en mi enfermedad sino en el inconmensurable beneficio que recibo por estar enfermo: al mismo Cristo. Porque si ya estuviera sano, no necesitaría de este Médico, que ha venido a por los enfermos. Y no hay mayor deseo en mi vida que tener a Cristo.